Hace semanas que ya no me despierta la alarma del teléfono. Me despierta mi cuerpo a las tres, a las cinco, a las seis.
No soporto el sonido de la alarma, de manera que mientras me dirijo mareada a la cocina busco la alarma para desconectarla.
Enciendo la radio. Tomo dos naranjas y me preparo un zumo.
Preparo el desayuno dedicándole el triple de tiempo del que tardaría si me hubiese despertado del todo, pero sigo en vigilia aunque mis piernas y mis manos se muevan. Van solos, movidos por la inercia mientras mi mente, cansada, se pregunta por qué no logro dormir bien de una vez.
Ohhhh.... ese sueño reparador!
Me preparo un café con leche cargadito y unas tostadas con aceite que dejo a mitad mientras despierto al resto.
Me pongo cualquier cosa y un polar. Voy a la parada. Besos y sonrisas y deseos de un buen día.
Regreso y termino mi tostada y mi café mientras me deprimo escuchando las noticias.
Me ducho y me arreglo, me maquillo lo justo, me perfumo y me calzo los tacones. Esos centímetros de más, incómodos, ayudan a situarte en el papel de mujer trabajadora, segura de sí misma, luchadora, superwoman. Durante mi jornada laboral dejo detrás, en duermevela, a la otra mujer, la genuina.
Salgo corriendo del trabajo a comprar un pantaloncito o una falda negra imprescindible para esta tarde. Zara me salva del apuro, pero son las cuatro y no he tomado nada desde el desayuno. Vuelvo a casa con el tiempo justo de picar algo y salgo disparada al colegio y luego al conservatorio y luego a comprar pilas para la cámara y luego me siento a esperar en una sala. Enfrente un niño protesta a su madre porque está cansado y no quiere hacer los deberes. Es bastante razonable lo que dice. Lleva fuera de casa desde la mañana y lo que quiere es regresar, tomar un baño, ponerse el pijama, cenar y jugar o sentarse en el sofá para ver un poco la tele.
....
Ceno. Me siento en el sofá y me quedo dormida.